El momento en el que María Josése reencuentra con su perra Nala,tras un mes sin verse. PAKOPÍ

Los abrazos tras la batalla contra el virus

Vuelta a casa. María José se fue voluntaria a la UCI de un hospital de Madrid. Un mes después, la enfermera se ha reunido con sus hijos y su perra Nala, pero aún tiene un reencuentro pendiente

MIRIAM F. RUA

Arroyo de la Luz

Lunes, 4 de mayo 2020, 11:36

Se abre la puerta. Detrás está María José Collado. Lleva en la mano una mascarilla y la correa de Nala, su perra. Hace un mes que no la ve. La llama con ese timbre de voz dulce con el que se habla a los bebés. Está a punto de reencontrarse con la que para ella es como su hija mayor, una afiliación que entienden bien quienes conviven con un perro en su casa.

Nala se le acerca, reconoce su correa pero no a ella hasta que se agacha. Entonces se le abalanza y emite un sonido que no es ni de ladrido ni de aullido, una especie de grito con el que celebra su regreso. «Mamá ya está aquí», le dice María José mientras intenta abarcarla en un abrazo.

Con Nala, esta enfermera de Arroyo de la Luz –el pueblo de Cáceres que lloró la primera muerte por COVID-19 en Extremadura–, comienza a reunir a su familia en la casa que dejó hace un mes para irse voluntariamente a trabajar a la UCI del hospital universitario Fundación Jiménez Díaz en Madrid.

«El último empujón me lo dio mi hija. Me dijo: mamá quiero que te vayas a ayudar a tus compañeros y puedas salvar el mundo»

Un día antes pudo volver a ver a sus dos hijos de 9 y 7 años, sin rozarlos, desde la puerta para decirles como a Nala eso de 'mamá ya está aquí'. Aún estaba a la espera del resultado del test. Ahora ya sabe que es negativo y que no tendrá que reprimir la euforia cuando los tenga de nuevo en casa. Este tiempo los niños lo han pasado con su padre, del que María José está separada.

Dice que ha vuelto a Badajoz, ciudad en la que vive desde hace once años, con las pilas cargadas, tanto que ya está en el quirófano de Clideba, el hospital donde trabaja. Precisamente, cuando se decretó el confinamiento ella fue una de las trabajadoras que mandaron a casa como personal de reserva por si llegaban los contagios. Desde Madrid, Quirónsalud, el mismo grupo al que pertenece su hospital, pidieron voluntarios porque el coronavirus les había desbordado. Y ella no quiso quedarse de brazos cruzados. «Tomar la decisión de irme fue muy duro pero mi corazón me decía que lo tenía que hacer».

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No tuvo miedo de meterse en la boca del lobo. Tenía una cuenta pendiente, un viaje humanitario a Haití tras el terremoto de 2010 que finalmente se le frustró. «El último empujón me lo dio mi hija», y reproduce la frase que le dijo sin poder contener las lágrimas: «Mamá quiero que te vayas a ayudar a tus compañeros y puedas salvar el mundo».

Ha trabajado con la peor cara de la enfermedad, la de los enfermos críticos, y en el peor mes de la pandemia, cuando parecía que el pico de muertos no iba a tocar techo. «Todas las camas ocupadas y todos con lo mismo. Gente joven muy malita que ha salido adelante después de un proceso muy duro de 30 días. Nunca había vivido una situación tan estresante, pero a la vez ha sido gratificante ayudar a mis compañeras que no daban abasto».

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Se trae de esta experiencia una lección: «Ahora sé de lo que tengo que preocuparme» y de lo que no, aunque no remata la frase. María José ahora está fuerte, pero admite que lo que ha vivido puede pasarle factura más adelante. No solo ha visto de cerca los estragos de la enfermedad como sanitaria, también los ha sentido como nieta. Su abuela a punto de cumplir los 90 años se contagió, aunque ya ha superado el virus. Está en la residencia de ancianos de Arroyo de la Luz, lugar en el que también trabaja su madre.

Con ellas y con su padre aún no se ha reencontrado. Hace ya dos meses que no los ve. Echa cuentas con el calendario de la desescalada. Hasta finales de junio no podrá ir al pueblo para dar los abrazos que tiene pendiente.

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