Los cabezudos: el alma de la feria
Los tiempos de la memoria ·
Máximo SALOMÓN Román
Arroyo de la Luz
Sábado, 3 de septiembre 2022
Aquella mañana del doce de septiembre, temprano, muy temprano, sonaba el primer cohete de la Feria. Era la diana floreada que anunciaba la apertura del mercado de ganado y, por ende, de la Feria Arroyana, instaurada hace algo más de dos centurias- a fecha de hoy- en tiempos de Fernando VII.
Los pelucos (agricultores) habían recogido ya sus mieses, las trojes estaban llenas del grano, fruto de todo un año de trabajo y esfuerzo que había comenzado con la sementera. A veces, la salida –más que la venta- era el trueque de grano por pan y que se iba anotando en aquellas pequeñas libretas. De otra parte, eran muchos los que colaboraban para conformar aquellos ruedos a la antigua usanza, confeccionados con carros y que, mayoritariamente, se hacían en la Plaza Nueva. Todo un evento para un pueblo amante de la Tauromaquia y del flamenco.
Los aledaños de la vieja plaza de toros (de la familia Collado), en las traseras del Santo y próximas a la Charca Grande (que ya denotaba su bajo nivel acuífero por los riegos veraniegos a las sedientas huertas de la campiña arroyana),eran el lugar del Mercado de Ganado con tratantes, merchanes (merchantes) y testigos ante la palabra dada en cada compraventa. Un simple apretón de manos suponía la aceptación de la compraventa de alguna collera de mulos, alguna vaca, asno o caballo. Era la oportunidad de renovarse en todo lo referente a lo pecuario, con vistas al nuevo año. Y es que la Feria de Arroyo era todo un referente en la comarca. Recuérdese aquel dicho, «A la Feria de Arroyo van los señores...»
Pero a esas primeras horas de la mañana ya estábamos despiertos (solamente comparable a la noche de Reyes) y expectantes para ser, de nuevo, partícipes de la salida de los cabezudos. La adrenalina, a flor de piel, un cosquilleo de nervios y emoción...; y la mirada expectante en los aledaños de la iglesia, en el atrio o en los soportales conformaban un tapiz de ilusión, después de un año: el señor Pepe Gutiérrez (el Pregonero local) lanzaba un cohete; y luego otro y otro. Una atmósfera con olor a pólvora, tensión, emoción, disfrute, y varios calificativos más en el momento en que hacían su aparición los Gigantes y los Cabezudos. El «Bandolero», el «Payaso», el «Dragón», el «Cantinflas»...y por fin, ¡el «Lobo»! Y la plaza era un ostinato gritando ¡Fuera el Lobo, fuera el Lobo! Que formaba parte de aquella banda sonora de flauta y tamboril a lo largo de todo el recorrido. Aquellos sones, alboradas y perantones a cargo de un tamborilero de Montehermoso y, más tarde, de otro de Cantagallo (Salamanca) daban el aire perfecto a un acompañamiento acorde con el pasacalle. El sonido del tambor ponía en vilo a la chiquillada. Tres gigantes y dos cabezudos desfilaban durante tres días recorriendo, prácticamente, todas las rúas y barrios arroyanos. Era, además, usual hacer descansos en alguna que otra taberna de la época: bar Espino, bar Sinesio, bar Calero...Por cierto, a veces coincidíamos con un señor mayor, acordeonista de la Campiña de Valencia de Alcántara que nos deleitaba con sus jotas y pasodobles. ¡Quien me lo iba a decir a mí! Y al reanudar el recorrido, cohetes y más cohetes.
Todavía perdura en mi mente el recuerdo de mis primeros cabezudos, con mi padre, mi tío y otros amigos arroyanos (algunos hoy fallecidos), a mediado de los sesenta. Miedos para unos, disfrute para otros con ese olor a pólvora en el ambiente, el rezongo del tamboril y las repetidas alusiones al Lobo, conformaban un paisaje singular en nuestra feria.
Y es que para todos, sobre todo los más pequeños, no se concebía la feria sin cabezudos. Eran parte de nuestro acervo local.
Años más tarde, siguiendo con la tradición familiar, vivimos la experiencia de hacer felices a los pequeños, bajo las armaduras de esos iconos. Fueron muchos los paisanos que cargaron con los gigantes y cabezudos tal y como evidencia el material fotográfico existente hasta los tiempos actuales. Pero, por encima de todo, queda el fruto de aquella ilusión en las manos de uno de los cargadores. Me refiero a Jesús Castaño (Cabezudalia) que ha sabido recoger- con singular maestría- la tradición y el «alma» de nuestra feria, plasmados en sus magníficos cabezudos, por un lado imitando a los de entonces (que por cierto se compraban en Aragón y en Valencia), y ampliando el catálogo, por el otro, con personajes y técnicas más modernas.
Hoy, los niños disfrutan de los cabezudos en varios momentos a lo largo del año. ¡Qué suerte! Mas por poner un «pero», que lo tiene, señalar que se echa de menos aquel acompañamiento con flauta y tamboril, aquellos pindongos, sones y perantones que imponían más al olor de la pólvora y se identificaban más con nuestras vivencias de infancia. Porque los cabezudos no eran un desfile de cabezas de fallas con banda musical, ni un pasacalle telonero de otro evento. Eran la esencia, el nerviosismo, la algarabía, el esconderse debajo de la cama.... En definitiva, el «Alma de la Feria».
A los que corresponda, ¡háganselo ver!